El volcán Rano Raraku era un territorio donde los trabajadores de todas las tribus acudían acá para realizar sus esculturas.
Las estatuas eran talladas sobre la roca viva, utilizando herramientas de piedra que se encuentran de a centenares en los alrededores y que se abandonaban cuando la punta empezaba a perder el filo. Las cabezas se trabajaban primero y se despegaban de la roca sólo cuando estaban casi totalmente terminadas: una vez puestas de pie, se cincelaban los detalles –en la parte posterior, muchas tienen todavía visibles ornamentos que parecen tatuajes– y luego, puestas panza abajo y enmarcadas en una especie de escalera hecha de las pocas maderas disponibles, se echaban a andar a pura fuerza de brazos por las rudimentales rutas que surcaban el territorio, hasta llegar al altar designado.
Tras ese paso llegaba la parte más difícil: arrastrada por una rampa de tierra y piedra hasta la plataforma, con la ayuda de troncos era levantada paulatinamente –mientras acechaba el riesgo de empujarla demasiado y tumbarla–, hasta llegar a la posición erecta con un último tirón final. Todo el proceso requería de ingentes dosis de esfuerzo físico, a través cuerdas y maderas.
La última estatua se levantó en 1620. Cuando los primeros europeos llegaron, exactamente el día de Pascuas de 1722, el culto a las enormes estatuas ya había sido suplantado por otro, que tenía en el centro de su cosmogonía al Hombre Pájaro. Entonces, las sugestivas estatuas de Pascua, los moáis, quedaron como únicos testigos de una civilización llena de misterio y de enseñanzas, que todavía hoy fascina y asombra.